La felicidad es cómo una mariposa, cuanto más la persigues más huye. Pero si vuelves la atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro.
La felicidad no es una posada en el camino, si no una forma de caminar por la vida
Más allá de la noche que me cubre, negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta.
En las azarosas aguas de las circunstancias nunca me he lamentado, ni pestañeado
Sometido a los golpes del destino, mi cabeza está ensangrentada, pero erguida _más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde ya el honor de la sombra, la amenaza de los años me encuentra y me encontrará sin miedo _
No importa cuan estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino, el capitán de mi alma
Sus caricias poseían una extraña cualidad. Unas veces eran suaves y evanescentes, otras, fieras, como las caricias que Elena había esperado cuando sus ojos se fijaron en ella; caricias de animal salvaje. Había algo de animal en sus manos, que recorrían todos los rincones de su cuerpo, y que tomaron su sexo y su cabello a la vez, como si quisieran arrancárselos, como si cogieran tierra y hierba al mismo tiempo.
Cuando cerraba los ojos sentía que él tenía muchas manos que la tocaban por todas partes, muchas bocas tan suaves que apenas la rozaban, dientes agudos como los de un lobo que su hundían en sus partes más carnosas.
Él, desnudo, yacía cuan largo era sobre ella, que gozaba al sentir su peso, al verse aplastada bajo su cuerpo. Deseaba que se quedara soldado a su cuerpo, desde la boca hasta los pies.
En aquellos tiempos vivía en Wagadu una mujer extraordinariamente hermosa... se llamaba Hatuma Djaora, pues era de la familia de los Djaora. Era las más hermosa de toda la comarca.
Su padre le dijo:
-No quiero que te cases con un hombre que no hayas elegido tu misma. Yo no te impondré ninguno. ¡Haz tu voluntad!
Hatumata dijo:
-No me casaré con un hombre porque sea rico, porque tenga muchos caballos o ganado, pues no me gustan los hombres ricos sino sólo los astutos